jueves, 11 de febrero de 2010

EL PASILLO DE BORROMEO COLMI

Homenaje a Jorge Luis Borges

En su tratado La soledad del minotauro, Góngora escribe: “La incomparable piedra preciosa que yace en un desierto nunca pisado por pie humano y que por designio divino nunca ser pisada por humano alguno, no es real. Pues la realidad sólo existe donde la conciencia de un ser humano ha creado ese concepto. Los animales y los ángeles no conocen ni la realidad ni la irrealidad porque no tienen conceptos, y tanto la realidad como la irrealidad son, por su esencia espiritual pura, uno con los conceptos absolutos”

Si entiendo bien esta idea de Góngora, según la cual para la comprensión de la realidad se necesita además de los datos mismos, también la conciencia cognoscitiva que los capte, no ser muy arriesgado concluir que la consistencia de una realidad dada está en función de la consistencia de una conciencia dada. Es cosa sabida que esta última no es igual en todos los seres humanos ni en todos los pueblos, por lo tanto podrá suponerse que en diferentes lugares del mundo existen realidades diferentes, incluso que en un mismo lugar puede haber varias realidades.

Sería sin duda muy meritorio si un espíritu preclaro se propusiera una geografía de las realidades. ¡Cuántos malentendidos se eliminarían con una obra tal! Quizá la historia que voy a narrar a continuación pueda serle útil a ese futuro topógrafo de la realidad. Esa esperanza me da ánimo para escribirla.

Si, por lo tanto, dejando a un lado mis escrúpulos, me lanzo a la empresa de describir una de las realidades de Roma -sólo una, la del pasillo de Borromeo Colmi- debo advertir que esta ciudad se halla conformada por numerosas realidades autónomas. Nadie hasta ahora ha sido capaz de enumerarlas todas y menos de ordenarlas. Como en un gigantesco vertedero se superponen unas sobre otras, se penetran mutuamente sin perder su propia idiosincrasia, se acosan y combaten y, aunque pertenecen a diferentes tiempos, están sumamente vivas. En cierto sentido puede decirse incluso que el tiempo y el espacio tienen una función diferente en cada una de ellas. A veces intercambian pura y simplemente sus papeles.

Reconozco que al principio me resultaba muy difícil moverme en este laberinto de realidades con un mínimo de seguridad, sin caer constantemente en una especie de atontamiento existencial. Mi mujer tenía menos dificultades en este sentido, quizá porque las mujeres descansan con mayor firmeza en su propia realidad, quizá también porque como actriz está acostumbrada por su profesión a cambiar de plano de realidad.

En nuestro primer año, cuando acabábamos de instalarnos en las cercanías de la ciudad, nos dedicamos, como es lógico, a visitar todos los monumentos famosos de Roma: museos, catacumbas, edificios, excavaciones, ruinas e iglesias. En el fondo nos animaba a ello lo que anima a todo viajero a este comportamiento: la esperanza de reconocer lo que se conoce ya sobradamente a través de libros y reproducciones y así evitar la verdadera confrontación con el objeto o el tema. Admito que no conseguimos nuestro objetivo. Cuanto más tiempo llevábamos en la ciudad y cuanto mejor la conocíamos, tanto más modestos nos volvíamos en nuestro empeño de comprender la multitud de universos autónomos que la constituían. Empezamos a concentrarnos menos en cada una de estas realidades y por fin nos redujimos a una sola, esperando así captar esa única realidad con nuestra mente. Desde entonces no pasa un solo mes sin que emprendamos con trepidación nuestra expedición a ese milagro arquitectónico que es el pasillo de Borromeo Colmi.

De Borromeo Colmi no se sabe más que vivió entre 1573 y 1663, es decir que cumplió noventa años, que procedía de una familia acomodada y era médico, arquitecto y mago. Su lugar de nacimiento es Palermo, pero parece que se instaló en 1597 en Roma y llevó allí una vida bastante retirada. Raras veces su nombre aparece en documentos o cartas de la época. La única descripción de su aspecto físico se halla en una nota del diario del médico papal Giacobbe de Corleone. Éste le describe como “un hombre pequeño, delgado, de aspecto saturnino y mirada intensa, que parece querer agarrarle a uno”. Lacónicamente añade: “Pronto nos enzarzamos en una discusión sobre cuestiones de medicina”.

Se conocen dos escritos de la propia mano de Borromeo Colmi. El primero se titula Le tenebre divine (Las tinieblas divinas) (Roma, 1601). El único ejemplar existente se conserva en la Biblioteca Vaticana. Se trata de un argumento teológico-filosófico en el que el autor intenta demostrar que Dios, al ser omnipotente y omnisciente, también es omnirresponsable. Parece que esta obra fue retirada rápidamente por los protectores de Colmi para evitarle problemas con la Iglesia. Su otro libro se titula Architettura infernale e celeste (Arquitectura infernal y celeste) (Mantua, 1616) y el manuscrito original se encuentra en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Se trata de un manual de arquitectura con numerosas ilustraciones del mismo autor, basado en la idea de que las proporciones pueden influir en la salud del ser humano. Otra obra titulada La torre di Bahele (La torre de Babel), sin fecha, es citada elogiosamente sin más datos por Benvenuto Levi, pero parece que se ha perdido.

No existen otros documentos escritos, si se exceptúan el lema grabado sobre la entrada
del pasillo Totus aut nihil, del que no se sabe con seguridad si es la divisa de Colmi o del que mandó construir el pasillo, varias facturas de ropa y dos cartas de contenido indiferente a su sobrino Marco.

La única persona con la que Colmi mantuvo una relación de amistad fue el Gran Canciller papal conde Fulvio di Baranova. Algunos historiadores, como por ejemplo Christian Sundquist, ven en esta amistad la razón para la posterior locura de Baranova, en la que mató a su esposa y a sus dos hijos antes de suicidarse. Es una hipótesis sin demostrar y, probablemente, indemostrable.

Curiosamente todas las obras arquitectónicas de Colmi, como el órgano de agua en el Giardino del Licorno en Cefalú, el “tempietto” flotante en Villa Campoli en las proximidades de Monte Fiascone o “Il trono del gigante”, un palacete en forma de gigantesca silla, en los jardines del cardenal Alessandro Spada, cerca de Ravena, fueron destruidas de una manera u otra. Hoy existe tan sólo el citado pasillo en el palacio Baranova. Pero se buscará en vano cualquier alusión a él en las guías o los catálogos de monumentos romanos asequibles al público.

Tampoco yo me hubiera enterado de la existencia de dicho pasillo si una tarde no hubiera iniciado en la escalinata de la plaza de España una conversación con un mendigo alcohólico, que resultó ser un antiguo profesor de historia del arte de Boston. Bajo la promesa del más riguroso silencio me comunicó las señas del palacio y la situación del pasillo.

Cumpliré mi promesa y no revelaré el secreto, porque entretanto he descubierto los peligros físicos y, sobre todo, psíquicos que aguardan allí al visitante no preparado para enfrentarse a la superposición de realidades diferentes. Sólo diré que el palacio se encuentra en uno de los barrios más antiguos y de peor fama de Roma.

Me costó más de un año de esfuerzos denodados conocer a través de increíbles vueltas y revueltas, por amistades y recomendaciones, a la última descendiente del conde Fulvio di Baranova y ganarme su confianza. Se trata de una señorita de más de ochenta años llamada Maddalena Bó, que actualmente vive sola en el palacio casi vacío y que aunque es comunista convencida se gana el sustento zurciendo las medias de la guardia suiza del Vaticano Por fin llegó el día. La señorita Bó nos abrió la puerta de su palacio y nos condujo al pasillo de Borromeo Colmi. Allí se excusó aduciendo la urgencia de su trabajo y nos dejó solos a mi mujer y a mí.

Ante nosotros se abría un pasillo de columnas que, según cálculos superficiales, debía medir ochenta o cien metros, quizá algo más, pues convergía en un punto lejano desde el que un rayo de luz fino como una aguja y verde caía sobre el ojo con luminosidad casi dolorosa. Nosotros, sin embargo, avisados por el profesor de Boston, ya sabíamos que estábamos ante un efecto óptico, o quizá ante algo de más dudoso carácter. El plano del palacio Baranova mide cuarenta y dos metros por treinta y siete. El edificio está rodeado por sus cuatro lados de calles. El pasillo se bifurca dentro del edificio en el ángulo recto de una galería que transcurre a lo largo de la fachada oeste del palacio. Si se descuentan los tres metros de anchura de esta galería, el pasillo mide a los sumo treinta y cuatro o treinta y tres metros. Pero si se tiene en cuenta que al otro lado, es decir, a lo largo de la fachada oriental, transcurre otra galería de tres metros de ancho, la longitud posible del pasillo se reduce aproximadamente a treinta metros. Desde el lado oriental no hay acceso a él. El asunto se complica si se considera que en el interior del palacio, es decir, allí donde parece transcurrir (o transcurre realmente) el pasillo, se halla una gran sala de baile y varias habitaciones más pequeñas.

Da la impresión de que el citado pasillo no es un artefacto espacial, sino un cuadro extremadamente hábil o, al menos, una de esas falsas perspectivas, tan características del apogeo del arte manierista. Éste no es en absoluto el caso, como pudimos constatar en nuestra primera visita.

Mi mujer es sin duda la más valiente de los dos, y así fue la primera en adentrarse por el pasillo, mientras yo permanecí en la entrada siguiéndola con la mirada. Vi cómo, a medida que se alejaba, iba haciéndose más pequeña, como correspondía a la escala, cosa que no hubiera sido posible de tratarse de una “falsa” perspectiva. Tras unos treinta pasos mi mujer se volvió, probablemente para hacerme una seña con la mano. Pero su mano alzada descendió con lentitud. Según pude discernir desde la distancia, su rostro había empalidecido y su expresión era de horror. Cuando emprendió el camino de vuelta me pareció que le costaba trabajo venir hacia mí.

-¿Qué has visto? -le pregunté cuando por fin se halló a mi lado-. ¿No te sientes bien?

Ella sacudió la cabeza y murmuró:

-Increíble. Ve tú mismo y compruébalo.

Me adentré titubeando en el pasillo, esperando a cada paso una desagradable sorpresa, mientras mi mujer esperaba en la entrada. Cuando llegué al lugar en el que ella se había parado, yo también me detuve. Miré a mi alrededor sin descubrir nada anómalo. Las columnas a izquierda y derecha eran regulares y tenían el mismo tamaño que las que había a la entrada del pasillo. Me volví hacia mi mujer, y me asusté profundamente. Vi una giganta de enormes dimensiones. En dirección hacia ella las columnas se agrandaban hasta corresponder con su monstruosa altura. Me quedé petrificado, incapaz
de hacer el menor movimiento.

Por fin la giganta se puso en marcha y vino hacia mí. Sentí cómo los pelos se me ponían
de punta y la frente se me cubría de un sudor frío. La idea de que en unos instantes sería
aplastado bajo las suelas de sus enormes zapatos como una hormiga hizo que mis temblorosas piernas cedieran. Me desvanecí.

Al recobrar el sentido mi mujer estaba a mi lado en sus dimensiones familiares, humedeciéndome el rostro con su colonia. Me puse en pie y cogidos de la mano nos dirigimos a la entrada del pasillo que, a medida que nos acercábamos, volvía a su tamaño original. Ese día no hicimos más experimentos.

Desde aquel momento hemos estado, naturalmente, dando vueltas a nuestra aventura en el pasillo de Borromeo Colmi. Dejando a un lado la cuestión de cómo explicar la superposición de las habitaciones interiores y del pasillo, podemos decir con seguridad que la longitud real de éste no es mayor que la del edificio en el que se encuentra. Eso significa que dentro del mismo pasillo todas las medidas disminuyen proporcionalmente; todas, también las del visitante que camina por él. Por lo tanto, al entrar en el pasillo disminuiremos de tamaño, no en apariencia, sino literalmente. Y como al mismo tiempo las columnas que nos rodean disminuyen en la misma medida, no notaremos nada si no volvemos la vista atrás.

Cómo el mago y arquitecto Colmi consiguió un efecto tan insólito es una cuestión de importancia secundaria en esta ciudad de realidades autónomas. El problema que nos ocupa a mi mujer y a mí y nos impulsa una y otra vez a nuevas expediciones al pasillo es otro. Si verdaderamente con cada paso con que uno se adentra en el pasillo se vuelve uno más pequeño, la consecuencia lógica es que con cada paso la distancia de camino hecho se vuelve proporcionalmente más corta. Dicho de otra manera: cuanto más se adentra uno, tanto más lentamente avanza. Y entonces la cuestión se formula así: ¿es posible alcanzar el otro extremo del pasillo o sólo nos podemos aproximar a él infinitamente? Y si fuera posible ¿a qué mundo conduciría aquella salida? ¿De dónde procede esa extraña luz verde hacia la que nos hemos movido ya tantas veces sin llegar nunca a alcanzarla? ¿Hallaremos allí el mundo de lo infinitamente pequeño, o sea, el universo de los tomos en movimiento? ¿O hallaremos otra dimensión? ¿Acaso encontraríamos en aquel extremo el contra-espacio, el anti-tiempo, el otro-mundo? ¿Coinciden quizá allá nuestros conceptos de grande y pequeño? ¿O conduce ese pasillo al momento en que Dios creó el mundo, al origen de todas las cosas, al núcleo interno de la creación?

Una cosa está clara: Borromeo Colmi no creó este incomparable conjunto de arquitectura y magia por simple juego o por puro efectismo. Se trata por el contrario de la quintaesencia del arte máximo y de la más profunda sabiduría; se trata de una vía de acceso a lo esencial, que el artista quería revelar a la humanidad. Nadie parece haberle comprendido, o nadie se interesa por sus razones. Incluso la señorita Bó, a la que planteé estas cuestiones, dijo con cierta agresividad y juntando los dedos como un tulipán: “Ma be'?”, que quiere decir: “¿Y qué?”

Como mi mujer y yo parecemos ser los únicos que han comprendido la propuesta de Borromeo Colmi, nos preparamos desde hace un tiempo para emprender una expedición definitiva al pasillo. Nuestro equipo ser más o menos como el que se necesita para una ascensión al Nanga Parbat. Llevaremos una tienda de campaña, mantas y vituallas para unos cincuenta días. Estamos firmemente decididos a no volver sobre nuestros pasos hasta que no hayamos alcanzado el otro extremo del pasillo. Si desapareciéramos, la opinión pública encontrará, sin duda, otra razón más plausible para nuestra desaparición. En Roma estas cosas están a la orden del día.

LA CASA DE LAS AFUERAS
Carta de un lector

Dr. phil. Joseph Remigius Seidl
Prf. jubilado
Emeranstrasse 11, Feldmoching



Feldmoching/Múnich
15 de marzo de 1985


Al autor del artículo sobre el pasillo de Borromeo Colmi.
Muy señor mío:

El artículo recientemente publicado por usted en el periódico me ha impresionado profundamente y me anima a coger la pluma y referirle una experiencia de mi infancia que en cierto modo ha marcado mi vida. Todos mis esfuerzos por presentar a la opinión pública las inquietantes consecuencias que se derivan de mis investigaciones han sido, hasta ahora, inútiles. He encontrado sólo desinterés y escepticismo. Quizá a usted que es famoso le sería posible intervenir en este lamentable estado de cosas. Sea cual fuere su decisión pienso que en ningún caso le dejará indiferente saber que monumentos de tan extraña índole como el pasillo por usted descrito no sólo se encuentran en la Ciudad Eterna, donde su existencia es plausible, sino también aquí, en Feldmoching, donde sin duda constituyen un curioso fenómeno. Ignoro, estimado señor, si su descripción pretende ser entendida como pura ficción (muchos lectores así lo habrán hecho) o si ha descrito usted un monumento que existe realmente. En el primer caso sonreirá al leer mi carta como ante una absurda misiva de un lector más, de las que probablemente recibirá un sinnúmero. En el segundo caso, por el contrario, mi relato puede constituir una valiosa contribución a sus propias investigaciones. Mi empeño en captar el interés público data de hace sólo unos años y por razones lógicas: soy profesor de Enseñanza Media, jubilado anticipadamente debido a una persistente dolencia de los nervios. Mientras estaba en activo en la enseñanza no deseaba despertar dudas sobre mi salud mental, precisamente por las sospechas a las que mi enfermedad podía dar pie. Ahora que soy una simple persona privada y que el fin de mi vida se puede presentar cualquier día, siento la obligación de proclamar la verdad sin ningún tipo de consideraciones. No me condene, estimado señor, por mis largos años de silencio. El mismísimo Darwin, al que admiro sin reservas, no publicó sus arriesgadas teorías hasta estar seguro de que no dañarían su reputación profesional. Y es que hay verdades que no conviene presentar en la ruleta de las opiniones hasta que uno mismo ha abandonado la mesa de juego. Piense como piense sobre todo ello, esté usted seguro de que le voy a exponer puros hechos y que -como podrá constatar- he llevado a cabo no pocas indagaciones para confirmar su indudable exactitud. Por cierto: he sido profesor de historia, de alemán y de filología clásica y durante toda mi vida he evitado entregarme a los excesos de la fantasía.

Vayamos, pues, sin más rodeos al asunto.

En mi niñez (nací en 1931) Feldmoching era un lugar más o menos rural en las afueras de Múnich. Comparado con el presente, había menos chalets y la mayoría de las casas eran granjas campesinas rodeadas de campos y prados. Una línea férrea comunicaba el pueblo con la ciudad; el tren circulaba cuatro veces al día. Mi padre era el jefe de la pequeña estación, junto a la que había una casa sencilla, de ladrillo sin revocar. Allí vivíamos mi padre, mi madre, mi hermano Emil, que me llevaba dos años, y yo. Durante los primeros cuatro años fui al colegio local. El viejo edificio escolar ya desapareció. Fue derribado hace diez años para erigir una urbanización de chalets adosados, en la que hoy paso mi vejez. He vuelto, pues, a mis raíces.

A medio kilómetro de distancia de nuestra estación de ferrocarril, donde actualmente transcurre la nueva carretera y se construyó una gran estación de servicio, se hallaba entonces un prado de media hectárea de superficie. Como este dato tendrá importancia más adelante, seré preciso: el prado número 28 b (según la información que recabé del catastro) medía antes de 1945 exactamente 5.221 metros cuadrados. Hoy tan sólo mide 5.106 metros cuadrados, a pesar de que siguen siendo válidas las antiguas lindes y han sido medidas con sumo cuidado.

El funcionario al que pregunté por el paradero de los 115 metros cuadrados que faltaban se encogió de hombros indiferente y farfulló algo de “los métodos de medición inexactos de la preguerra”. Pero yo sé bien que el asunto tiene una explicación más compleja. Si consiguiera, estimado señor, convencerle de su fundamento, mis esfuerzos de largos años por resolver el enigma no habrán sido en vano. Sin embargo no deseo en absoluto influirle; usted juzgará por sí mismo.

En mi infancia, pues, en aquel prado, escondida por un seto bastante descuidado de tejo y un bosquecillo de pinos, había una casa que daba a los habitantes de Feldmoching ocasión a las más variadas conjeturas. La interdicción de nuestro padre, que sin dar razones concretas nos prohibía jugar en las inmediaciones de aquel terreno, aguijoneaba nuestra curiosidad. Nadie vio nunca entrar o salir a alguien en la misteriosa casa excepto a una persona bastante extraña, una mujer mayor (claro que para unos niños cualquiera con más de cuarenta años es mayor) que, según nos decían, estaba allí empleada como “asistenta”, es decir, como mujer de la limpieza. Ya entonces esta explicación no me satisfacía (mis dudas no han hecho sino crecer con el tiempo), porque el aspecto de la mujer -quizá deba decir señora, pues a pesar de todo para nosotros, los chicos del pueblo, ella tenía algo de señorial- no correspondía en absoluto al de una mujer de la limpieza. Era relativamente pequeña, de físico fornido y solía vestir una falda-pantalón, prenda considerada en aquel tiempo muy elegante. Llevaba el pelo blanco cortado como un paje y fumaba puros. Su rostro, siempre sin maquillaje, estaba bastante apergaminado. Sus lentes, de gruesos cristales, agrandaban de modo extraordinario sus ojos, lentes que nosotros definíamos como cristales de “culo de vaso”. Lo que más excitaba nuestra curiosidad infantil era su evidente falta de higiene. Sus largas uñas acumulaban la suciedad, la roña cubría en estrías su rostro y su cuello, aunque esto no explicaba por sí sólo la nube de hedor que la envolvía. Sin duda sufría trastornos crónicos de digestión que producían los constantes gases intestinales que emanaban de su cuerpo. A ellos se debía seguramente el mote con el que se la conocía entre las gentes del lugar: “Schoasswalli” o “Walli-Pedorrera”. Walli es en nuestra región una abreviación de Walburga y pedorrera –le ruego me disculpe, pero la exactitud folclórica no admite eufemismos- se refería a las excesivas ventosidades de la dama. No olvide, estimado señor, que la población de la región era preponderantemente campesina y ésta en Baviera es famosa por su manera drástica de expresarse.

La citada Walli venía una o dos veces por semana en su bicicleta de la ciudad, entraba en el terreno y desaparecía en la casa, acompañada de su “bici”, como decíamos nosotros. Generalmente pasaba allí la noche y se marchaba a la mañana siguiente.

Hasta hoy no he podido obtener suficiente información acerca de la identidad de esta señora. La mayoría de las personas que trataban con ella en Feldmoching no quisieron darme datos o negaron directamente haberla conocido. Algunos han muerto entretanto. Más adelante volveré sobre los insatisfactorios resultados de mis pesquisas.

En cierta ocasión, de niño, cogí al vuelo un comentario de mi padrino Joseph -un hermano de mi madre que trabajaba como pintor de decorados en la Bavaria Film- en el sentido de que había que andarse con cuidado con la Walli porque trataba con las gentes del general Ludendorff. Según mi tío existía un círculo secreto en torno a la viuda de Ludendorff -él la llamaba la “viuda adrede”- que preparaba el advenimiento de una raza de superhombres del exterior o del fondo de la tierra. Dos notorios miembros de este grupo, D. E. y M. E. visitaban, según se rumoreaba, diariamente a Hitler en su cautividad del castillo de Landsberg, donde le ilustraban sobre sus doctrinas. Por muy abstrusas que fueran las ideas que recibiera entonces el Fuhrer, demostraron ser -si estos rumores son ciertos- de muy largo alcance.

Me he abstenido de proseguir indignado en esa dirección, pues todavía hay motivos para ser discreto. Que no exagero lo confirma sin más mi jubilación anticipada en 1983. Por otro lado, tampoco conozco su punto de vista político y no deseo en absoluto ofenderle. Me limitaré a los hechos.

Sería durante el verano de 1942 -no recuerdo el día exacto, pero mi padre acababa de ser llamado a filas, a pesar de su dolencia cardiaca-, cuando mi hermano Emil fue a recogerme a la pequeña estación de Feldmoching. Por aquel tiempo mi hermano era aprendiz de un cerrajero llamado Ruppel, mientras que yo, gracias a mis buenas aptitudes, visitaba el instituto Maximiliano, de Munich, y me hallaba en primer grado. Todos los días salía muy temprano en el tren a la ciudad y volvía a comer a casa.

Mi hermano me contó excitado que la Walli había estado en el taller de cerrajería para encargar una nueva cerradura para la puerta de su casa. Por razones que no vienen al caso, el maestro pasó el encargo al ayudante y éste a su vez lo pasó a mi hermano. Emil me confesó claramente que le daba miedo ir solo a la casa de la señora y me pidió que le acompañara. Su proposición me alarmó e intenté disculparme aduciendo exceso de deberes, pero luego acepté, orgulloso de que mi hermano requiriera mi ayuda. Después de comer nos pusimos en camino. Mi hermano llevaba la pesada caja de herramientas con varias cerraduras. No dijimos nada a nuestra madre de nuestro objetivo para no inquietarla. Había llovido, el viento soplaba y aún hacía frío.

El terreno no estaba cercado, si se exceptúa el ya citado seto de tejo poco cuidado que mediría casi dos metros de altura. Detrás se alzaba el bosquecillo de pinos. Un camino lleno de agujeros y charcos conducía desde la carretera hasta la casa describiendo varios recodos, de modo que no se veía el edificio hasta que se estaba delante. Su aspecto era bien curioso. A pesar de ser pequeño para vivienda daba la impresión inexplicable de hiperdimensionalidad, como un pisapapeles agrandado al tamaño de una casa.

Los muros exteriores estaban cubiertos con planchas de travertino, como también el pórtico de columnas que rodeaba la casa por todos los lados. Las numerosas ventanas, todas iguales, eran estrechas -no medirían más de veinte centímetros de ancho- pero de gran altura, lo que les daba aspecto de troneras. Entre las ventanas había nichos adornados con esculturas de mármol. No recuerdo lo que representaban, pero sí me acuerdo de que me impresionó su heroísmo obsceno, parecido al que nos transmiten a menudo los monumentos bélicos y que correspondía al gusto de los poderosos de aquella época. Todo el edificio se caracterizaba por ese estilo sórdido seudoclásico, típico de las dictaduras de nuestro siglo, ya fueran fascistas o socialistas. A esta conclusión llego, naturalmente, hoy; entonces sólo me inquietó el parentesco entre esa arquitectura y la de construcciones fascistas de Múnich como los “Fuhrerbauten” o Edificios del Fuhrer y el “Ehrentempel” o Templo del Honor, que fue demolido después de la guerra Los primeros, sin embargo, albergan, paradójicamente, la actual Escuela Superior de Música.

Estábamos pues ante uno de esos edificios, en miniatura. El frente no pasaría de los diez metros de ancho por cinco de alto. En el centro el pórtico se adelantaba ligeramente. Detrás de él se hallaba la puerta de entrada, de madera pesada y oscura de roble. En ella se incrustaba la conocida esvastica de curso hacia la izquierda, que como he averiguado se refiere a la diosa Kali y significa muerte y destrucción. El tejado del edificio era, por lo que pude ver, plano, aunque en su centro se alzaba una chimenea alta de ladrillo, coronada por un sombrerete de hojalata móvil que giraba en el viento primaveral con desagradable chirrido.

Mi hermano gritó varias veces: “¡Hola! ¡soy el cerrajero!“, pues no iba a llamar a la señora por su mote habitual e ignorábamos su verdadero nombre. Mis posteriores indagaciones aclararon que debía tratarse en su caso de una tal Walpurga Von Thule, alta funcionaria del instituto Ahnenerbe dedicado a los estudios genealógicos, una creación de las SS por cierto, a la que nuestros historiadores dedican escaso interés.

Como nadie respondía a los gritos de mi hermano, dimos la vuelta al edificio con la esperanza de descubrir a la señora en el jardín. No encontramos a nadie. Notamos, sin embargo, que los lados de la casa eran idénticos al frente: el mismo pórtico con columnas, las mismas esculturas y la misma puerta de entrada. En la parte trasera ocurría exactamente igual, pero con los detalles invertidos. Buscamos en vano un timbre, un aldabón o algo parecido.

Volvimos a la fachada frontal, pero tampoco encontramos allí un mecanismo de llamada. Mi hermano dio más voces y luego con decisión golpeó en la puerta con los nudillos. Para nuestro asombro ésta se abrió: no estaba cerrada. En el fondo tenía fácil explicación, al fin y al cabo nos habían encargado arreglar la cerradura de la entrada que no funcionaba. Así nos lo explicamos nosotros, al menos.

Emil empujó la puerta, preguntó si había alguien y entró en la casa. Yo me quedé rezagado y vi cómo al instante le devoraba una oscuridad total, como si un telón negro se hubiera cerrado tras él. La pregunta que estaba a punto de formular quedó cortada. Grité su nombre, pero no obtuve respuesta. En ese momento me invadió tal terror que hubiera salido corriendo si hubiera podido moverme. Me encontraba paralizado.

Desperté de esta catalepsia cuando mi hermano apareció corriendo tras la esquina de la casa. Tardé un rato en comprender lo que me decía. Por lo visto había salido por la puerta trasera en el mismísimo instante en que había entrado por la delantera. ¡Como si hubiera pasado a través de una única puerta!

Me propuso que entráramos otra vez juntos, pero yo me negué. Por nada en el mundo hubiera yo cruzado aquel umbral. más adelante cambié de opinión. Mi curiosidad se impuso, como podrá usted comprobar, pero en ese primer día no.

Nos asomamos los dos por la puerta, que seguía abierta, sin distinguir nada. Teóricamente deberíamos haber visto la otra puerta y detrás el jardín. Sin embargo, era como si entre una y otra puerta se extendiera un denso y opaco vacío, un espacio oscuro y sin volumen, si me permite la contradicción.

Mi hermano me ordenó quedarme donde estaba mientras él daba la vuelta a la casa. Le aguardé tembloroso. De pronto apareció en el marco de la puerta con el picaporte en la mano. Salió al exterior y cerró la puerta tras de sí. Le miré asombrado y le pregunté:

-¿Qué sensación da al pasar por ahí, Emil? ¿Has notado algo?

-No -dijo-, no se nota nada en absoluto. No duele ni da un gusto especial, nada. Ahí dentro no hay nada, Joseph.

Abrió de nuevo la puerta y se asomó al espacio oscuro sacudiendo incrédulo la cabeza.

-Ahí no hay absolutamente nada –murmuró.

Nos quedamos aún un rato sin saber qué hacer. Estaba claro que lo que teníamos delante de los ojos no existía. Era imposible.

Por fin mi hermano recordó el cometido que nos había traído hasta aquí y empezó a revolver en su caja de herramientas. Sacó el metro y lo desplegó indeciso. De pronto tuvo una idea.

-Vete a la puerta trasera, Joseph –me ordenó-, y observa bien.

Obediente di la vuelta a la casa y me aposté delante de la puerta posterior que también estaba entreabierta, hacia dentro y con el mismo ángulo con el que la puerta del frente sobresalía.

De improviso vi salir de la nada oscura, rozando la jamba de la puerta, una parte del metro. Avanzó con lentitud hasta sobresalir exactamente veintiún centímetros; luego retrocedió.

Mi hermano me llamó con un silbido y volví a su lado. Con un gesto me invitó a hablar.

-El metro apareció-dije.

-¿Cuánto?

-Veintiún centímetros.

-Exacto -confirmó mi hermano, rascándose pensativo la barbilla con el metro.

-¿Cómo te lo explicas? -le pregunté. Él no respondió y se encogió de hombros. Por fin se puso manos a la obra con mi ayuda. Destornilló la cerradura defectuosa y colocó una nueva. Al terminar la probó; cerró y abrió varias veces con la llave adecuada, cerró definitivamente, se guardó la llave y nos fuimos en silencio.

Mientras yo hacía mis deberes -por primera vez en mi vida escolar andaba retrasado, ¡tanto me ocupaba nuestra aventura!- oí a mi hermano limar en el sótano, donde se hallaba el taller doméstico. Luego se marchó al trabajo.

No dijimos ni una palabra a nadie, y menos a mi madre. Por la noche, ya en la cama -mi hermano y yo compartíamos una habitación-, Emil susurró:

-¿Sabes lo que pienso, Joseph?

-¿Qué?

Hubo una pausa antes de que continuara:

-La casa ésa no tiene interior. Existe solamente por fuera.

-¡Qué dices! -exclamé sintiendo el escalofrío paralizador de la tarde-. Eso es imposible, Emil. Es algo que no existe.

-Sí -dijo muy serio mi hermano-, sí que existe, Joseph. Una casa sin interior.

Después de un rato, cuando yo casi me había dormido, añadió:

-Me gustaría saber una cosa. ¿Por qué hay que cerrar con llave si de todos modos nadie puede entrar en ella? No hay nada en su interior.

Al día siguiente la Walli apareció con su bicicleta, envuelta en su nube aromática, en el taller de Ruppel, recogió la llave y pagó la factura. Según me contó Emil por la noche, la Walli antes de irse le miró fijamente con sus ojos deformados por las gruesas lentes. Emil casi se desmaya, no sólo por el horrible hedor que exhalaba. Con el dedo índice levantado le preguntó:

-Ah, ¿has sido tú? ¿Tú has hecho el trabajo, verdad?

Mi hermano asintió sin abrir la boca, preguntándose cómo lo sabría, pues el maestro no le había dicho a ella nada.

-Bien, bien -aprobó la Walli-. Perfecto. Por mí, perfecto -le contempló indecisa; luego sonrió y sacando su monedero le dio un marco-. Toma -dijo-, para ti.

Emil cogió el dinero en silencio.

La señora montó en su bicicleta y cuando ya se alejaba le gritó:

-¡Visítame algún día, chico! ¡Ya sabes cómo se entra!

Mi hermano la siguió con los ojos hasta que el ayudante le dio un capón y le dijo:

-No te pagan por mirar a las musarañas.

Emil no había contado a nadie, ni siquiera a mí, que había fabricado un duplicado de la llave con la intención de inspeccionar la casa en ausencia de la Walli. Ahora le inquietaban sus palabras de despedida, ya que parecían aludir a su plan. ¿Cómo podía ella anticiparlo? Era imposible. La incertidumbre le angustiaba, y también a mí, una vez informado de su secreto. Los dos comprendíamos que lo que sabíamos era peligroso. Quizá -nos decíamos- ya estábamos condenados a prisión o a muerte, sin habernos enterado de nada .

Durante un tiempo bastante prolongado evitamos la casa y hasta dábamos un rodeo para no acercarnos. Unicamente la observábamos desde la distancia. Poco a poco pensamos que nos habrían olvidado. Pero el asunto nos seguía preocupando día y noche; estábamos obsesionados. Soñábamos a menudo con la casa y varias veces tuvimos los dos el mismo sueño.

Este es el sueño:

Nos hallábamos muy juntos en la oscuridad nocturna, escondidos entre los pinos y observando la casa a través de las ramas. Reinaba completo silencio cuando de pronto sentimos un ligero temblor de tierra que iba en aumento, como si estuviéramos sobre un enorme tambor que vibrara en consonancia con un sonido subterráneo e infernal, inaudible. Detrás de las ventanas, en el interior de la casa, apareció una luz brillante y azulada -como la de un soplete-, insoportable para los ojos. Los dos soñábamos que se nos ponía carne de gallina, de puro miedo, y que nos quedábamos paralizados, clavados en el sitio. No sucedía más. Lo espantoso de aquella luz mortífera era el hecho de que existiera. Mi hermano y yo intuíamos que anunciaba la presencia de lo que sólo se puede definir como el mal absoluto. Algo sin relación alguna con Dios y el mundo, que no tenía razón de ser, pero que era.

A pesar de todo, nuestra curiosidad se impuso. No olvide usted que yo acababa de cumplir doce años y ml hermano quince; éramos, pues, aún unos niños. Volvimos a acercarnos sigilosamente a la casa, observándola a veces durante horas. Nada ocurría. Descubrimos que la Walli venía como mucho dos días a la semana, por lo general al anochecer del martes y del viernes. Entraba en la casa y pasaba allí la noche. El resto del tiempo el edificio estaba abandonado.

Pero, realmente ¿era posible que ella entrara en él?

Una vez -debía de ser hacia finales de 1943- llegó un Mercedes negro, ocupado por varios hombres. El automóvil esperó más de una hora en la carretera, delante de la casa, hasta que la Walli llegó con su bicicleta. Dos hombres de las SS en uniforme descendieron del coche. Entre ellos llevaban a un hombre con sombrero y abrigo. Estaba lívido. La Walli se hizo cargo del prisionero -a nosotros nos pareció un prisionero- y éste la siguió dócilmente a la casa. Al cabo de un rato la Walli volvió sola. Los SS la saludaron con lo que entonces se llamaba el “saludo alemán”, ella les respondió de la misma manera y se alejó pedaleando. El automóvil con los hombres dio la vuelta y la siguió en dirección a la ciudad.

Una cosa era evidente: existía la posibilidad de entrar en la casa, y no sólo para la Walli como suponíamos. ¿Cómo estaba conformado el interior? Decidimos investigarlo, costara lo que costara.

Esto no es un relato policiaco o un cuento de miedo, mi muy estimado señor, por lo tanto no pretendo excitar innecesariamente su curiosidad y le confesaré que no logramos desentrañar el misterio.

Mi primera hazaña consistió en tirar una tarde una piedra a una de las ventanas. Durante este experimento estaba solo, sin mi hermano. Oí romperse los cristales y huí asustado, tan deprisa como pude. Me escondí en un cajón de arena, al borde de la carretera. Al cabo de un rato salí otra vez con las rodillas temblorosas; mi valor de golfillo se había esfumado. Como no sucedió nada me atreví a acercarme de nuevo a la casa. Vi el agujero en el cristal surcado de grietas. Corrí a la parte posterior de la casa y constaté que también allí estaba roto el cristal correspondiente, exactamente de la misma manera.
Sí, incluso encontré en el suelo mi piedra.

Cuando relaté a mi hermano esta aventura decidió actuar. No iba a dejarme a mí, el pequeño, la iniciativa. Al día siguiente, un domingo, después de misa, sacó de su escondrijo en un agujero cubierto de musgo de cierto árbol la llave fabricada en secreto y nos dirigimos a la casa. Emil estudió el cristal de la ventana del frente y también el de la ventana posterior. Luego observó detenidamente la piedra que yo había dejado tirada allí . Todo confirmaba su hipótesis de que la casa no tenía interior y que las fachadas delantera y trasera eran sin lugar a dudas idénticas. Lo mismo, por supuesto, valía para las ventanas.

Emil abrió la puerta con su duplicado de la llave y entró sin más. No sucedió nada que no hubiera ocurrido en la primera ocasión. Yo tenía la impresión de que una oscuridad repentina le tragaba; él de que salía inmediatamente al exterior por la puerta opuesta. Esta vez probamos las puertas laterales, aunque advierto que los términos de frente o de lado en un edificio que era igual por los cuatro costados no son exactos. En cualquier caso se demostró que la llave servía para las cuatro puertas (a pesar de que sólo se había renovado una cerradura) y que en cada una de ellas se producía el mismo fenómeno.

Yo seguía negándome a pasar por una de aquellas puertas. Mi hermano propuso entonces un experimento: él introduciría su mano por una puerta y yo la cogería y apretaría en la opuesta. Me coloqué, pues, junto a una de las entradas y esperé. Efectivamente, la mano apareció. Yo la cogí y apreté, pero mi hermano no me soltó, sino que con gran fuerza tiró de mí hacia su lado. Me defendí, grité, tropecé y al caer me golpeé la rodilla, ya en el otro lado, el de mi hermano. Rompí a llorar nerviosamente, más por el susto y una tristeza incomprensible que pesaba sobre mi alma que por el dolor. No continuamos experimentando. Fui cojeando y gimoteando hacia casa mientras mi hermano, tras cerrar con cuidado la puerta, se unió a mí. Por cierto que bastó cerrar una de las puertas para que estuvieran cerradas las restantes.

Durante los siguientes días tuve que aguantar las burlas de mi hermano por mi cobardía y mis lloros, pero pronto hicimos las paces y planeamos nuevas aventuras. Una vez superado el miedo, también por mi parte, nuestros juegos se volvieron más audaces. Con espíritu de juego infantil investigábamos las incomprensibles características de la casa en todas sus variaciones. Lanzábamos por las puertas chorros de agua, aviones de papel, entrábamos el uno a caballo del otro o dando volteretas... Siempre con el mismo resultado: indefectiblemente salíamos al exterior por la puerta opuesta, es decir, era imposible entrar por el frente y salir por el lado izquierdo o derecho. En vista de ello nos divertimos entrando uno por el frente y saliendo por la parte trasera, mientras el otro cruzaba al mismo tiempo del lado izquierdo al derecho. A pesar de que entrábamos los dos corriendo después de contar “¡Uno, dos y tres!”, nunca chocamos en el interior. Una prueba más para Emil de que tenía razón en su hipótesis.

Quién sabe lo que aún hubiéramos inventado si un buen día no nos hubiera pillado la Walli. El caso es que en 1944, debido a los devastadores ataques aéreos sobre Múnich, me trasladaron con otros niños de mi instituto a un campamento infantil en Murnau, a orillas del Staffelsee. Mi hermano, que acababa de cumplir dieciséis años, fue llamado a filas y cayó pocos meses después en el frente oriental, que en aquel tiempo se hallaba ya en completa desorganización.

Al finalizar la guerra y derrumbarse el “Reich milenario” regresé con mi madre -mi padre volvió dos años más tarde hecho una ruina del campo de prisioneros- y uno de mis primeros paseos fue a la casa de la Walli. Ya no existía. En uno de los últimos combates en torno a Múnich una bomba la había destruido por completo.

Lo que ahora voy a relatarle está basado únicamente en rumores y en los escasos testimonios de testigos locales. Pocos días antes de la destrucción de la casa, me contaron, aparcaron ante ella varios automóviles. De ellos descendieron diez o doce personas, algunas en uniforme del partido y con distintivos de rango, otros de paisano. Todos entraron en la casa. En el grupo iba también la Walli. No volvieron a salir. Los coches estuvieron durante días aparcados y vacíos en el mismo sitio; naturalmente, nadie se atrevió a tocarlos. Nadie sabía quiénes eran aquellas personas, pero alguien creyó reconocer entre ellas al menos a dos dirigentes del régimen desaparecidos desde entonces y probablemente para siempre. Como los nombres de estos personajes varían según el relato, creo más prudente no citarlos. La mujer del cerrajero Ruppel, por cierto, afirmó que había visto cómo la casa, en el momento de explotar la bomba, no había saltado hecha pedazos, sino que había sido succionada hacia el interior de la tierra, desapareciendo sin dejar rastro. Desde luego no quedaron ni ruinas ni restos de metralla.

En los años transcurridos desde esa fecha he intentado enterarme al menos del año de construcción de la casa, pero mis investigaciones fueron infructuosas, ya que todos los registros de la propiedad de los años 1930 a 1935 se quemaron en los últimos días de la guerra o -lo que me parece más verosímil- fueron requisados por la Walli y sus amigos; quizá los trasladaron a la casa donde se perdieron definitivamente. Según los registros catastrales de 1935 a 1945 la superficie de la parcela 28 b -como ya dije- medía 115 metros cuadrados más que después de la desaparición de la casa. Esta diferencia podría corresponder, de acuerdo con mis cálculos, a la superficie del edificio.

No me di por satisfecho con estos resultados. Me intrigaba saber si los 115 metros cuadrados con casa habían surgido en determinado momento, por así decir, de la nada y luego habían vuelto a ella. En ese caso -me dije- los datos del catastro anterior a 1930 debían corresponder a los actuales. No llegué muy lejos en mis pesquisas, pues precisamente en ese periodo de cinco años -para el que se daban por perdidos todos los documentos- se redistribuyeron en el curso de una concentración parcelaria todos los terrenos de Feldmoching y su entorno, con lo que me resultó imposible comprobar la parcela 28 b en la distribución anterior a 1930. El catastro al que pedí colaboración en estas indagaciones, ciertamente no desprovistas de interés, no atendió mis demandas. Tengo la fundada sospecha de que siguieron órdenes superiores. Incluso me dieron a entender que mi pregunta era absurda y que se la planteara a un psiquiatra. Preferí no insistir más.

No estoy seguro, muy señor mío, de que usted piense de una manera diferente y conceda a mi relato un cierto valor. Ya he aducido como garantía mi seriedad y conciencia profesionales y lo vuelvo a hacer aquí otra vez. Desde mi infancia me preocupa con creciente intensidad la idea de que la así llamada realidad no es más que el piso bajo, por no decir la casa del portero, de un enorme edificio con innumerables pisos hacia arriba y, seguramente, también hacia abajo. Que la existencia de esa casa que he intentado describirle a usted parezca hoy tan indemostrable y tan increíble, como si nunca hubiera existido, encaja, creo, perfectamente en la imagen de nuestro tiempo. No otra cosa sucede con más de un capítulo de nuestra historia reciente.



Quedo de usted muy atento y seguro servidor.

Joseph Remigius Seidl,
Profesor jubilado.

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